viernes, 4 de mayo de 2012

Crítica: "Rostros", de J.Cassavetes (1968)






"Eres encantadora, 
pero hablas demasiado"



El cine independiente norteamericano no ha sido siempre como en la actualidad (con Sundance o Tarantino) y, para remontarse a los orígenes de este tipo de obras, es preciso detenerse en la figura de John Cassavetes. 
A principios de los 50, las producciones de los magnates de los estudios de Hollywood, basadas en el sistema de estudios, hubieron de enfrentarse – fuera de los Tribunales – a un nuevo pero no menos importante rival: la televisión. El alcance y la cercanía de ésta alejaban de los espectadores el mundo de colores pastel de los films y llamaron la atención de algunos jóvenes decididos a crear una alternativa a las grandes superproducciones. Esta alternativa no sólo se refería a un método diferente de rodaje, sino que también proponía nuevas formas de difusión y realización, alejadas de los multimillonarios presupuestos y campañas publicitarias que caracterizaban al cine hollywoodiense. Además del impacto televisivo, la influencia de creadores extranjeros – principalmente del Neorrealismo italiano – marcó las pautas de lo que se conoce como “cine independiente” norteamericano. Los films de este tipo de directores noveles eran autofinanciados, de lo que se derivaban campañas publicitarias modestas y un reparto repleto de caras nuevas. La influencia italiana, así como la televisión, hicieron que la estética y los temas de interés de este tipo de cine también fueran muy diferentes del glamouroso universo de Hollywood, prefiriendo antes la cotidianidad y la fugacidad del instante a los grandes montajes.
En Rostros, John Cassavetes presenta todas las características de este cine independiente original: la cámara no deja de moverse, acercándose y alejándose de los actores, recurriendo a menudo al primer plano para acercar al máximo el estado del personaje al espectador. Y es que lo principal en este film son las personas. Personas reales, cotidianas, con su bondad y su maldad; lejos de los prototipos planos de Hollywood que rápidamente señalan a un bueno y a un malo. Tanto la cámara como el argumento de las escenas pretenden captar a individuos en un momento determinado de sus vidas, en medio de la cotidianidad. Y esto es así desde la primera imagen del film, en la que de repente se ve a un hombre descendiendo apresuradamente unas escaleras, sin saber de dónde viene ni a dónde va, pero al que no se puede dejar de mirar. A menudo – como en la realidad – lo común, expuesto de forma audiovisual, resulta vulgar o incluso irritante para el que mira (baste remitirse a las risas estridentes y continuas que salpican el film), como si se tratara de aquel video casero que cualquiera puede tener en el que se suceden las imágenes que intercalan personas y lugares y que, pese a mirarlas, a la vez deseamos que pasen lo antes posible.
Al mismo tiempo, junto a la búsqueda incesante de lo cotidiano, Rostros presenta algunos aspectos que podrían encajar en algunas iconografías de carácter más tradicional. De entre los cuatro protagonistas (si es que pueden llamarse así), los jóvenes son rubios (Jeannie, Billy), mientras que los maduros tienen cabello oscuro (Maria, Richard). Ambas parejas representan la antítesis que media entre juventud y madurez, un abismo semejante al que hay entre infancia y adolescencia, con la importante diferencia de que, con la edad, se es más consciente del cambio y, quizás por ello, se siente más. Precisamente en esta crisis generacional se hallaba inmerso Cassavetes cuando realizó este film, luchando por huir de la rutina a la que la vida de un ciudadano normal le abocaba al borde de los cuarenta años de edad, la misma rutina que los personajes del film intentan combatir con divertimentos tales como el alcohol, los bares o la infidelidad. Todos estos elementos dibujan además la realidad del momento, los años 60 en Estados Unidos, en plena época de la liberación sexual, no del todo asumida por la mayor parte de la población masculina, cuya reacción vacila entre la pasividad y la violencia (como de hecho se puede comprobar, por ejemplo, en algunos comentarios de Richard hacia su esposa, Maria). Es por esto que un mismo hecho – la infidelidad – se representa de forma diferente según el sexo. De esto modo, aunque es el hombre quien recurre a ello primero, no muestra en ningún momento sentimiento de culpabilidad, antes bien lo contrario. Sin embargo, todas las esposas que se ven tentadas por el joven seductor, acaban arrepintiéndose de una forma u otra, recordando a su marido y su familia, culpabilizándose de permitirse un desliz como aquél. Es así como Cassavetes retrata la doble moral norteamericana de los 60, a la vez prohibitiva y defensora de la libertad (libertad que se observa en las escenas del club, donde los jóvenes y las jóvenes bailan sin mostrar ninguna preocupación). En contraposición a ese mundo juvenil, además, aparece el tema de mayor interés para el hombre maduro medio de la sociedad del momento: los negocios.
El afán por ser respetado y halagado es mostrado hasta la saciedad en cada uno de los personajes masculinos del film, que recurren a su pasado glorioso (¿la juventud?) y al ámbito de los negocios para demostrar su valía frente a otros.
La crudeza con la que Cassavetes muestra estas escenas, apoyándose en la captación de lo cotidiano comentado anteriormente, hace de ellos sin embargo unos seres tristes, desagradables a ratos y, sobre todo, paradójicos. La obsesión enérgica por la apariencia a nivel social de ellos se contrapone nuevamente a un aspecto femenino, el de la pasividad que todo lo traga hasta vomitar en el suelo de la cocina. Y la distancia entre unos y otros se hace grande a pesar de parecer cada vez más próxima, como los que están en diferentes peldaños de una inmensa escalera.



Marta Chamorro Velázquez

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